24 noviembre, 2016

Las hermanas Touza

Lola, Amparo y Julia, tres nombres de mujeres que así no nos dicen nada; tres hermanas de Galicia que como muchas otras se dedicaban a trabajar y a cuidar de sus hijos pero que llevaron en secreto una gran labor solidaria y clandestina.

Regentaban la cantina de la estación de tren de Ribadavia y estaban al tanto de la clandestinidad en la posguerra; un zulo de la cantina era el escondite de algunos vecinos para guardar el Café Sical que conseguían de contrabando. 

Su casa estaba cerca del Ayuntamiento de la Villa donde al principio de la guerra civil se encarcelaban presos. Ellas les llevaban comida y ayudaban tanto a los que transportaban a cárceles de Vigo como a soldados de camino al frente. Ellas también fueron encarceladas durante la guerra civil por prestar esta ayuda a los presos.

Pero no solo presos y soldados se beneficiaron de su ayuda sino que salvaron la vida a más de 500 judíos entre 1941 y 1945.

Nunca comentaron nada a nadie sobre ello que no fuesen ellas y quienes formaban la red que llegaron a tejer para evitar la muerte de judíos.

Pero, ¿cómo empezó toda esta historia?

"Un hombre de estatura elevada, barbudo y sucio, tapado con un abrigo de mendigo, está acurrucado en una esquina del único banco de madera del andén. Lleva todo el día mirando de reojo pasar vagones Miño abajo. Cae la noche de abril sobre la estación de ferrocarril de Ribadavia. La voz sale desde el quiosco, famoso por las rosquillas, dulces de almendra y licor de café, que regentan las hermanas Touza: «  Mira ese hombre, lleva todo el día ahí sentado sin coger un tren...» Año 1941, Europa se desangra en la II Guerra Mundial. Los judíos que pueden huyen hasta el mismísimo fin del mundo para escapar de las llamas del Holocausto. Lola, una de las hermanas de la cantina, no duda en acercarse al forastero. Le habla en español. Él responde, con sus tristes ojos azules, en lenguas que ella no comprende. ¿Compasión, instinto? La gallega nunca explicó por qué dio cobijo en su casa a aquel desarrapado. Pero lo hizo".

Así fue cómo comenzaron a colaborar con una red de fuga, según dicen la más importante de la península; una red que comenzaba en Gerona, en la frontera con Francia, y en un primer tramo llegaba hasta Medina del Campo. Desde allí continuaba hasta Monforte y Ribadavia, donde solían llegar los judíos y perseguidos al anochecer. Los enlaces los conducían hasta la cantina y ellas corrían con los gastos de coches y guías que esperaban al otro lado de la frontera. En la fase final eran llevados a la frontera portuguesa y desde allí embarcaban hacia América o puertos del norte de África ya que el Cantábrico estaba más controlado por los alemanes y era más peligroso.

Tuvieron colaboradores fieles hasta el final: José Rocha Freijedo y Javier Mínguez Fernández (El Calavera), ambos taxistas, Ricardo Pérez Parada (El Evangelista), un tonelero que hablaba inglés y polaco y que hacía de traductor, y el barquero Ramón Estévez.

En el casino organizaban bailes y sacaban un dinero extra para ellas y también para esta causa clandestina, ya que conseguían pagar algunos favores y el resto se lo daban a los judíos escapados. Dicen que al lado de Lola nadie pasaba hambre porque era extremadamente generosa.

Cuando llegaba un convoy señalado a la estación de tren, Lola esperaba con una cesta de rosquillas y dulces y siempre había alguien que le anunciaba la llegada inminente de una nueva tanda de judíos (día, hora y vagón).

Esos días, Lola era la primera en auxiliar a los que llegaban, les escondía en casa hasta que llegaba la noche elegida para la fuga en el taxi del Calavera, un Dodge negro americano.

El nombre en clave de Lola era "la madre" y el de las hermanas eran "las madres".

En 1964, un viejo judío neoyorquino quiso saber qué había sido de la mujer que una noche le llevó a la libertad, al otro lado de la frontera. Este judío se llamaba Isaac Retzmann y llegó a América en 1943 y conoció a Amancio Vázquez, un emigrante gallego, en la Gran Manzana, y sabiendo que éste volvía a su país natal de vacaciones, le pidió que preguntara por las hermanas Touza. Tenía 70 años y una salud frágil que le hacía pensar en su muerte.

Este encargo llegó a Antón Patiño Regueira, librero de Vigo, con el que empezó a conocerse esta historia que "El Mundo" desveló en un artículo de Paco Rego. Antón se interesó por la historia y se reunió con ellas, poco antes de su muerte, en 2005, dando a conocer todos estos hechos en su libro "Memoria de ferro".

En una colina de Jerusalén hay un árbol plantado en honor de Lola, Amparo y Julia Touza, plantado por El Centro Peres por la paz.

1 comentario:

  1. Preciosa historia. Es ub orgullo que estas mujeres ayudaran a tantos judíos a escapar del horror.

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