Los antiguos pueblos celtas, a finales de octubre celebraban la noche de Samhain. En ella conmemoraban el final de la cosecha, a partir de entonces los días eran más cortos y las noches más largas.
Los druidas (sacerdotes o chamanes célticos) creían que en esa noche las brujas tenían mayor vitalidad, a los druidas se les concedía el don de adivinar el futuro, los límites entre el mundo de los vivos y de los muertos desaparecían y los fantasmas de los muertos venían a llevarse a los vivos. Esa noche de Samhain, los druidas preparaban grandes fogatas y realizaban conjuros para ahuyentar a los malos espíritus, y la gente dejaba dulces y comida en la puerta de sus casas pensando que así los difuntos estarían contentos y les dejarían en paz.
Para los celtas esa noche era el comienzo del crudo y largo invierno por el que vagaban perdidos los fantasmas de los muertos del último año buscando cuerpos para poseer y llegar al otro mundo, hasta llegar la primavera en que los días son más largos y la oscuridad disminuye.
Al llegar el cristianismo esta tradición no desaparece pero sí se transforma. En el calendario gregoriano, el 1 de noviembre pasó a ser el día de Todos los Santos y el Samhain (la víspera) se denominó All-hallows Eve y luego derivó en la palabra Halloween.
A mediados del s. XVIII muchos irlandeses emigraron a América y llevaron su cultura y tradiciones. Al principio las autoridades de Nueva Inglaterra, de tradición luterana, reprimieron la celebración de Halloween. Pero a finales del s.XIX llegó una nueva oleada de inmigrantes y esta fiesta se mezcló con otras creencias indias y acabó evolucionando desentendiéndose de la tradición cristiana.
Pasó a ser una fiesta en la que se cuentan historias de fantasmas, se realizan bromas, disfraces; es una noche de misterio, brujas, duendes y espíritus pero con ánimo festivo y buen humor.